Había una vez




Un punto.
Rodeado de Nada, una Nada infinita habitada por aquel simple punto, ni siquiera llamativo, nada más que un sobresalto en la Nada, ¿un error, tal vez? Nadie habría reparado en él y seguramente nadie lo hizo, pues todo lo que le rodeaba era Nada, y así no había dónde mirar, dónde escuchar, ni tocar, ni berrear, Nada.
El punto estaba ahí, sin ni siquiera poder contar el tiempo que allí estuvo, pues al estar rodeado por un infinito de Nada tampoco nada podía transcurrir, nada había para medir, nada evolucionaba, dado que la Nada tampoco puede evolucionar, pues ya no sería Nada. Comprendamos que algo ya no es Nada, y si fuese posible el tiempo allí, entonces ya sería algo, que no es Nada.
Uno no puede pensar que de aquel punto pudiera esperarse algo, y Nada se esperaba.
De pronto tal vez un sacudón, del punto, pues era lo único diferente de la Nada y sólo él podría sacudirse. Una vibración, alguna clase de molestia, pues los puntos también sufren molestias vaya uno a saber por qué, o quién, o qué los atraviesa y los sacude.
Y el punto creció. Asombrosamente creció, dejó apenas de ser un punto ya que a partir del sacudón el tiempo comenzó a correr, a expandir. Y el punto increíblemente se expandió y no dejó de expandirse y crecer y explotar y contener todo el calor de todos los tiempos, que a su vez seguían creciendo junto con el punto que casi se hacía visible.
Se infló.
Cual globo abrasador y violento se infló y el punto ya otros puntos en él crecer vio. Y esos puntos hijos se multiplicaron exponenciales, incontenibles, mientras el punto crecía junto con su tiempo transformándose en un horno horrendo y opaco donde nada se veía. Pero esta nada no era Nada, pues Nada seguía rodeando al punto que ya no era punto sino un globo caliente y opaco que se inflaba e inflaba, aunque ahora mucho más lento, mientras los puntos dentro del punto seguían procreándose y con ellos el punto seguía creciendo y se enfriaba, aunque estaba tan ardiente que no había quién lo notara, pero se enfriaba y los grumos de los puntos que ya no se multiplicaban, también crecían y entonces esa niebla calcinante se trasparentaba y se empezaba a ver que por aquí y por allá y aún más acullá los grumos se amontonaban en racimos de grumos que con el aumento del frío, pues la temperatura bajaba, se reunían tiritando y vibrando, buscando el calor de otros puntos, y los grumos de otros grumos y todo todo se enfriaba y podían verse ya los primeros rayos, señales de luces más frías que la inicial llamarada, aquella llama que del punto que se sacudía en la nada brotaba.
Hasta que un día hubo un Sol.


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