El fragmento de conciencia
El fragmento de conciencia
Caminaba
tranquilo por la avenida, abstraído de la locura de gentes diversas apuradas,
revisando vidrieras for sale llenas de porcentajes y mentiras, jóvenes
caballeros de portafolios y corte de pelo moderno y burócrata. Su abstracción
convertía los ruidos de motores y conversaciones vacías en apenas silencios
llenos de cómicos ademanes y curiosos gestos de apatía.
Debe ser por
eso que sólo él escuchó el ruido al caer sobre las enormes baldosas de piedra,
no obstante siguió sin darle relevancia, tan ausente se encontraba.
Fueron dos
pasos el retardo que demoró en comprender el golpe en el piso y a partir del
que volteó la cabeza para ver qué había sido.
Y ahí lo
vio. Una masa blanda, una especie de gel entre marrón pálido sin ser amarillo,
más bien blanquecino. Ladeó la cabeza en un intento de comprender, o más bien
en un gesto de curiosidad, intriga.
Era un
pedazo de su conciencia. Se le había desprendido y cayó pesadamente objeto de
la gravedad, pero no se desparramó por la acera, sino que mantuvo su unicidad
gelatinosa.
Debo
reconocer que semejante suceso no es algo común. No resulta cotidiano que uno
vaya caminando por algún sitio, sea éste ciudadano o en medio de pastizales y
yuyos, y se desprenda de su hemisferio derecho (podría ser del izquierdo
también) un trozo unívoco de conciencia gelatinosa y circunvolucionada.
Sorprendido,
detuvo la marcha en medio de la corriente peatonal que empezaba a esquivarlo
con claros gestos de contrariedad. La mirada fija en esa masa ahora independiente,
inútil quizás, comenzó a tejer alguna hipótesis en torno a las causas de
semejante desprendimiento conciente. Y la primera que se le vino a la mente fue
-
¿Habré sido tan poco razonable que
la conciencia decidió abandonarme definitivamente, en vista de mi
prescindencia?
Si bien era
una conclusión apresurada, había suficientes elementos de juicio para creer que
pudiera ser acertada. En todo caso, salvo algún extraño tipo de afección, no
existía otra posible causa de semejante desprendimiento.
Retornó los
dos pasos que lo separaban del cuerpo gelatinoso y, definitivamente, asqueroso.
Lo observó con detenimiento para detectar algún movimiento, algo que indujera a
pensar cuál pudo ser la causa de su alejamiento. Nada.
Se quedó así
varios minutos, mientras las personas seguían evitando pecharlo y para ello
desviaban su marcha, muchas veces dándose de bruces contra los que venían
caminando apurados en sentido opuesto.
Al final,
luego de quince minutos de vacuidad total de pensamientos y peor aún, de excusas
que facilitaran la explicación de tan anormal acontecimiento, retomó su camino
sin importarle cuáles ni cuántas pérdidas eso pudiese implicar. Al fin de
cuentas, si había caído, tampoco sería tan importante poseer la conciencia
entera. Digo yo.
Después de
todo, en estos nuevos tiempos, un siglo que llegaba al final de su
adolescencia, si alguna cualidad resultaba inútil, cuando no molesta, era la
conciencia. Por lo tanto, la pérdida de un trozo de ella no afectaría, a los
efectos de la sana supervivencia, negativamente sus probabilidades de hacerlo,
así como tampoco representaba pérdida de la calidad de vida, en general
obstruída o minimizada precisamente por ese adminículo portátil y molesto.
De hecho, al
llegar la noche, cuando rastrillan la gran avenida los escoberos con sus bolsas
de nylon verde (la empresa de limpieza debe hacer alarde de su ecológica
actividad, por la que cobra suculentos cheques del municipio y que transforma
en diminutos salarios de los inmigrantes de países aún más pobres que el suyo y
son los que barren y amontonan los desechos que a lo largo del día los
transeúntes descuidados y prescindentes van dejando esparcidos por los
baldosones de la acera y hasta el pavimento y las canaletas), una mujer gruesa
y de movimientos toscos se topó con esa masa encefálica y gelatinosa y no sin
asco, pero precisa, la empujó con su escoba hacia la bolsa que más tarde
recogería el camión que llevaría los residuos hasta la usina, donde esperaba un
hormigueo de cabezas negras para encontrar los restos que se transformaran en
dinero al cambiarlos en las canchadas de las empresas que vendían comida y
bebida.
Más
preocupante fue cuando, en un descuido tal vez, perdió el brazo derecho, que
cayó al piso con un ruido seco y algunos rebotes.
Su mirada no
fue tan sorprendida como uno esperaría que fuera, pero dejaba entrever un dejo
de preocupación, aunque bastante indiferente.
Se levantó
de la mesa del bar y con la mano disponible (la izquierda) procedió a extraer
unos ajados billetes del bolsillo, para depositarlos de mal humor junto a la
taza de café semi vacía.
Se marchó,
con el mismo rumbo de todos los días, ya que la rutina lo esperaba victoriosa a
la vuelta de la otra esquina. Cuando llegó a la puerta del edificio ingresó sin
apuro y con paso lerdo para comenzar a trepar las escaleras, pensó “stairway to
heaven”, pero no, no llegaban tan alto y, en todo caso habrían sido al
infierno.
Es cierto,
fue un proceso que duró algunos días, quizás meses, pero tampoco era
imprevisible.
A aquella
primera caída en la acera de la avenida, entre transeúntes apurados,
abandonados a las marcas sugeridas por las pantallas y las consignas escupidas
por líderes inmorales, siguió la del brazo derecho, luego fue el pie izquierdo,
le siguió el muslo derecho, luego medio costillar izquierdo, el ojo del lado
contrario, una clavícula, un pulmón, el apéndice, hasta que sólo quedó un
corazón latiendo, sin sangre para enviar ni órganos que atender.
Fue
enterrado en el cementerio del norte y a los pocos meses la tumba fue profanada
en busca de artículos para revender, pero ni dientes de oro tenía. Quedaron los
huesos anónimos desparramados por un pantano cercano. Tal vez algún arqueólogo
del futuro los descubra y sugiera hipótesis sobre las causas de su muerte, pero
lo dudo.
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